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Sin miedo a la vida

Drama Tras sobrevivir a un accidente de avión en el que muere su mejor amigo, el arquitecto Max Klein (Jeff Bridges) sufre una transformación espiritual. En un estado de bendición en el que no tiene ningún miedo a la muerte, Max se encuentra incapaz de continuar con su antigua vida. La única persona que parece compartir su experiencia es Carla (Rosie Perez), una joven madre que perdió a su bebé en el accidente y que se ha hundido en la culpa. (FILMAFFINITY) [+]
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Críticas 7
Críticas ordenadas por utilidad
18 de julio de 2008
31 de 35 usuarios han encontrado esta crítica útil
Maravilloso film de un Weir que recupera temas de mayor trascendencia tras su única, hasta el momento, incursión en la comedia con la interesante pero fallida Green Card. Valiéndose de un núcleo de nuevo basado en el choque ideológico, con su habitual ritmo pausado, contemplativo y rico en matices visuales, Weir reflexiona sobre el miedo, la muerte, la amistad, el matrimonio, la familia o la perdida. La elegancia con la que Weir traslada el excelente guión de Iglesias; el minucioso cuidado con el que coloca la cámara; la manera de sugerir mas que mostrar… hacen de este trabajo una autentica rareza, una joya a defender entre tanta mediocridad, como casi toda la obra del director. Además, como también viene siendo habitual, los actores están imponentes, desde una sufridora Isabella Rossellini como esposa de Max, Tom Hulce (casi desaparecido desde Amadeus) como abogado oportunista, Turturro como psicoanalista de la compañía aérea, una inmensa Rosie Pérez como la mujer que ha perdido a su hijo y ante todo un Jeff Bridges brutal, en una interpretación tan impresionante como inolvidable. Pero tal vez lo que mas termina destacando son ciertas escenas de una inusitada brillantez conceptual y formal: la escena inicial en medio del maizal, la de la cornisa, la del accidente de coche o toda la extraordinaria escena final (de lo mejor del director) que hacen percibir como pocas veces en su carrera el enorme talento de este director australiano. Gran película.
cineoptero
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27 de agosto de 2011
9 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta película narrada por otro director con menos talento hubiera sido mucho peor. Pero Peter Weir consigue transformarla en realmente interesante, gracias al tono, al gusto por el detalle, al simbolismo, a la atmósfera que consigue crear.

La historia es sencilla. Unos supervivientes de un accidente de avión afrontan los traumas de esta experiencia. Pero de ahí a tacharla de aburrida o pesada hay un trecho largo. La película es lenta pero nada aburrida, y si muy intensa, con un amplio abanico de detalles, muy buenos diálogos y secuencias bastante logradas. Ahora si lo que queremos ver es tiros, peleas, sexo y palabrotas, pues puede que nos aburramos.

Todos los actores están estupendos y la trama se desarrolla de manera muy correcta. Es posible que el espectador prefiriese una decantación por temas más existenciales, más filosóficos, en vez de los puramente psicológicos por los que opta Weir. Al final la película afronta la situación desde una postura psicológica, pero no religiosa o metafísica, lo cual la hace ser más limitada.

En fin, obra de muy buen tono, drama psicológico de altura, con el que Peter Weir consigue dar muestras de su maestría.
Reaccionario
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6 de enero de 2010
6 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
"Sin miedo a la vida" es un film tremendamente intenso en el plano emocional, sin caer por ello en el sentimentalismo (algo bastante difícil de conseguir) beneficiado además por las magnificas interpretaciones de su triplete protagonista (Jeff Bridges, Rosie Pérez y John Turturro) el papel de Isabella Rosellini está más en un segundo plano en esta película.

La cinta se aleja en todos los sentidos de los cánones hollywoodienses a la hor ade narrar este tipo de historias aunque quizás termina abusando de los simbolismos y va cayendo por el ritmo lento de la propia historia. Pero en general es una película que está bien para pasar un rato entretenido.
George Gore
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23 de junio de 2022
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sin miedo a la vida (1993), de Peter Weir, adaptación de la novela Fearless de Rafael Yglesias, es una cautivadora obra que hace cuerpo, atmósfera, sensación, de la transfiguración de la percepción de la realidad, del modo de habitarla, o cómo se siente a flor de piel cuando se abandona la inercial condición de pasajero de la (superficie) de la vida. En su primera imagen, Max Kline (Jeff Bridges) surge, como una aparición, entre el humo de un maizal, con un bebé en sus brazos, y guiando a otras personas. La alteración distorsionada, amortiguada, del sonido imprime la sensación de que estuviéramos en otra realidad, como si se hubiera cruzado un umbral. Es una imagen enigmática, que inmediatamente se contextualizará (desvelará) cuando la cámara se alce y revele que son los supervivientes de un accidente de aviación. Pero Max, tras propiciar el reencuentro del bebé con su madre, que lloraba desconsolada, desaparece del lugar de los hechos, como si él no tuviera que ver con el accidente, como si meramente fuera un salvador. Y entra en deriva, aunque él sienta que ha recobrado un sentido de dirección auténtica en su vida. Porque, para sí mismo, es un aparecido. Palpa, su cuerpo tras ducharse, palpa la saliva en la arena del desierto, o siente el viento azotando su rostro cuando saca la cabeza por la ventanilla del coche, inclinándola, mientras surca ese espacio abierto y amplio. Palpa la realidad, porque de repente se siente presente. Está inflamado de sensaciones que había olvidado o descuidado, o quizás nunca advertido. De cuerpo presente, la realidad se abre a ángulos que le sustraen de nuestra inercial condición de autómatas, como construcciones inerciales. Visita a una amiga del pasado que no veía en años (el autómata recupera la noción del tiempo, de que hay un pasado detrás que descuidó, y orilló en el olvido, indiferente, como si él no fuera un ser en formación, sino una forma encasquillada, como una construcción que no posee el potencial de modificación) y tienta a la muerte comiendo las fresas a las que es alérgico. Siente la vida más cercana como si sus nervios sintieran cada instante, y siente que puede ser invulnerable. La amiga comparte cómo no hay nada que celebrar en su vida, cómo ha sido una sucesión de decepciones. Su realidad no se corresponde con las que eran sus expectativas veinte años atrás. En cambio Max piensa que es afortunada, porque está viva, y estar viva es estar expuesta a lo posible.

Max es arquitecto, pero no es hasta estar en contacto con la posibilidad de la muerte, cuando comienza a edificar su vida, a habitarla de un modo más presente, consciente de su provisionalidad y de su potencial. Pero, en el proceso, su estado de consciencia se enmaraña con la enajenación de sentirse invulnerable, como si no solo hubiera vencido a la muerte en esa circunstancia concreta del accidente sino que incluso fuera capaz de sortearla cuando quiera, por eso prueba las fresas. Su afirmación de vida se enmaraña con la negación de la descarnada experiencia vivida, como si solo hubiera sido una experiencia positiva, como muda vital. La muda se encasquilla con una coraza. Se conjugan en él tanto un impulso de exponerse a la vida, como una descontrolada atracción al vacío, un reencuentro consigo mismo como una fuga por el impacto emocional sufrido por un accidente en el que le ha rozado la posibilidad de la muerte. Ha podido morir. Su socio y amigo murió mientras que él ha sobrevivido. Podría haber sido él. Ha sobrevivido por una cuestión de azar. No hubiera sobrevivido si no se hubiera decidido a cambiarse de sitio para apoyar y reconfortar a un niño que estaba solo. Todo dependía de la colocación en el avión. Nada es estable, nada es firme, todo es aleatorio. Siente un pánico inconsciente ante tal constatación de su vulnerabilidad que busca sentirse invulnerable, sea comiendo las fresas, sea cruzando una calle con intenso tráfico sin ser atropellado por ningún coche, o alzándose sobre el vacío en el borde de la azotea de un rascacielos, en suma, retando a la muerte. Se siente arrojado, como si se propulsara, pero es una coraza con la que se protege.

A la vez, Max es incapaz de mentir, no puede aceptar las convenciones, el tráfico de mentiras y falsedades. Le parecen concesiones, como si transigiera con las conveniencias. Todo debe ser claro y directo, aunque duela, algo que atenta a las dinámicas sociales. Es un arquitecto que participaba con su función social dentro de una pautada realidad, un diseño de vida, una estructura y construcción sostenida sobre los cimientos de las conveniencias, los intercambios interesados y los auto/engaños. Cumplía su función, sus frases, su posición, se ajustaba a la dinámica de sus relaciones. El accidente quiebra lo que de inercial ficción de vida tenía, precipitándose en un impulso de acción de palpar la vida en sus entrañas, y a la vez gritando el miedo de sentirse en esa intemperie, porque exponerse, desnudar la realidad accidental, quebradiza, conlleva vivir los momentos y a los demás más intensamente, momentos verdaderos, sensaciones verdaderas. Pero cruzar ese umbral implica asumir la vulnerabilidad implícita. Somos frágiles, no dioses ni entes virtuales en una realidad codificada que vivimos de modo abstracto entre proyecciones (el espectáculo de rutinas y costumbres protagonizado por el supuestamente hombre verdadero corriente que realmente vive, habita, una ficción, hasta que un día cae un foco, como se expondrá en El show de Truman). Max descubre que su vida, o realidad, estaba construida, edificada, sobre cimientos ilusorios. Su clarividencia tiene algo de funambulista que se sostiene sobre el vacío. Pero para lograr esa transformación, tiene que enfrentarse al propio vacío, y a su propia negación. Porque corre el riesgo de convertirse en un cruzado o iluminado que se quede atrapado en la ficción protésica con la que se protege. No puede vivir fuera de la realidad. Porta como pasajero a su mortalidad.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
cinedesolaris
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5 de noviembre de 2014
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Max Klein (Jeff Bridges) es un arquitecto que tras salir ileso de un gravísimo accidente de aviación en que han perecido la mayoría de sus pasajeros, decide afrontar los peligros y riesgos que le han deparado durante su vida sin pestañear acaso y sin pensar en las consecuencias posteriores: un volver a nacer en su vida que tendrá como testigos a su esposa (Isabella Rossellini) así como los pasajeros supervivientes, entre ellos Carla Rodrigo (Rosie Pérez) una joven ama de casa traumatizada por la muerte de su hijo en el siniestro aéreo. Los intereses de un abogado picapleitos (Tom Hulce) y un psicólogo (John Turturro) chocaran por la percepción que tiene Max, como el resto de tripulantes del accidente, sobre su camino a seguir después de esa situación.

Drama psicológico dirigido por Peter Weir (El Club de los Poetas Muertos) que no funcionó bien en taquilla (aprovechando la popularidad que se estaba ganando la ahora olvidada Rosie Pérez (en una memorable interpretación con Benicio del Toro haciéndole de despreocupado esposo) y que se basa en una novela de Rafael Yglesias, guionista aquí y que también escribió el guión de la muy interesante “Desde el Infierno” (From Hell, 2001) de los hermanos Albert y Allen Hughes.

La película es un punto de inflexión en una etapa del director australiano, en un momento muy fructífero de su carrera, gracias al éxito de “El Club de los Poetas Muertos” y a pocos de rodar las tan notables como entretenidas “El Show de Truman” (1998) y “Master and Commander: al otro lado del Mundo” (2003).
Natxo Borràs
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